Hace casi un mes, regresamos a Amagá (Antioquia) después de un año de confinamiento en Medellín. Hemos podido disfrutar de la alegría del reencuentro, de los caminos pedregosos, del olor a campo, el aire fresco, la noche estrellada, la generosidad de los campesinos y, sobre todo, de los pregones de la gente en las calles.
Pregones que no sólo invitan a comprar algo: mazamorra, tamales, aguacates, productos lácteos o verduras sino que en su melodía y en la particularidad de cada pregonero nos llaman a la vida: una vida que se levanta temprano, que no tiene seguridad social ni jubilación, que se lanza al encuentro de los otros y ofrece lo mejor que tiene. Una vida que se entrega toda en cada jornada y no se cansa de trabajar hasta que encuentra el “pan de cada día” para los que ama.
Es en medio de estos pregones y pregoneros que deseamos seguir a Jesús, aprendiendo de ellos a enfrentar con esperanza la pandemia, a ponerle nuestra mejor cara al día a día, a movilizarnos al encuentro con los más vulnerables y a encontrar nuestro propio pregón, nuestro auténtico anuncio.