Inicio del Jubileo de la Misericordia

8 de diciembre: fiesta de la Inmaculada Concepción e inauguración del año de la Misericordia.

Enero 2016 | ODN

Por fin llegó el día tan esperado y tan temido, es el 8 de diciembre fiesta de la Inmaculada Concepción e inauguración del año de la Misericordia. Roma está de fiesta. Los peregrinos venidos de distintos puntos del mundo se arriesgaron a entrar en Roma, a pesar de la eventual amenaza. El impulso por participar en un día tan solemne y «fuertemente simbólico», pudo más que cualquier intimidación. Nosotras, de la comunidad de Roma, nos unimos también, a la peregrinación y profesamos una vez más nuestro deseo de unir las manos para construir la paz y testimoniar la misericordia.

El papa en su homilía expresó su enorme alegría ante la apertura de la Puerta Santa de la Misericordia porque nos sitúa definitivamente ante la primacía de la gracia en nuestra vida. Celebramos el amor y la ternura compasiva de un Dios que sale presuroso al encuentro de sus hijos. Un Dios Padre que en su Hijo, mediante el Espíritu impulsa a la Iglesia hacia las periferias humanas, allí donde la vida está amenazada.

Ha sido providencial la convergencia del inicio del año jubilar con la celebración de la Inmaculada Concepción y los 50 años de la clausura del Concilio Vaticano II. Precisamente, porque en aquel entonces la Iglesia abrió sus puertas al mundo y salió al encuentro de los dramas humanos en actitud de diálogo.

Estás fueron, entre otras, las palabras del papa:

«[…] La fiesta de la Inmaculada Concepción expresa la grandeza del amor Dios. Él no es sólo quien perdona el pecado, sino que en María llega a prevenir la culpa original que todo hombre lleva en sí cuando viene a este mundo. Es el amor de Dios el que previene, anticipa y salva. El inicio de la historia del pecado en el Jardín del Edén se resuelve en el proyecto de un amor que salva. Las palabras del Génesis llevan a la experiencia cotidiana que descubrimos en nuestra existencia personal. Siempre existe la tentación de la desobediencia, que se expresa en el deseo de organizar nuestra vida independientemente de la voluntad de Dios.

Es esta la enemistad que insidia continuamente la vida de los hombres para oponerlos al diseño de Dios. Y, sin embargo, la historia del pecado solamente se puede comprender a la luz del amor que perdona. Si todo quedase relegado al pecado, seríamos los más desesperados entre las criaturas, mientras que la promesa de la victoria del amor de Cristo integra todo en la misericordia del Padre. La palabra de Dios que hemos escuchado no deja lugar a dudas a este propósito. La Virgen Inmaculada es ante nosotros testigo privilegiada de esta promesa y de su cumplimiento.

Este Año Santo Extraordinario es también un don de gracia. Entrar por la puerta significa descubrir la profundidad de la misericordia del Padre que acoge a todos y sale personalmente al encuentro de cada uno. Será un año para crecer en la convicción de la misericordia. Cuánta ofensa se le hace a Dios y a su gracia cuando se afirma sobre todo que los pecados son castigados por su juicio, en vez de anteponer que son perdonados por su misericordia (cf. san Agustín, De praedestinatione sanctorum 12, 24) Sí, es precisamente así. Debemos anteponer la misericordia al juicio y, en todo caso, el juicio de Dios será siempre a la luz de su misericordia. Atravesar la Puerta Santa, por lo tanto, nos hace sentir partícipes de este misterio de amor. Abandonemos toda forma de miedo y temor, porque no es propio de quien es amado; vivamos, más bien, la alegría del encuentro con la gracia que lo transforma todo.

Hoy cruzando la Puerta Santa queremos también recordar otra puerta que, hace cincuenta años, los Padres del Concilio Vaticano II abrieron hacia el mundo. Esta fecha no puede ser recordada sólo por la riqueza de los documentos producidos, que hasta el día de hoy permiten verificar el gran progreso realizado en la fe. En primer lugar, sin embargo, el Concilio fue un encuentro. Un verdadero encuentro entre la Iglesia y los hombres de nuestro tiempo. Un encuentro marcado por el poder del Espíritu que empujaba a la Iglesia a salir de los escollos que durante muchos años la habían recluido en sí misma, para retomar con entusiasmo el camino misionero.

Era un volver a tomar el camino para ir al encuentro de cada hombre allí donde vive: en su ciudad, en su casa, en el trabajo…; dondequiera que haya una persona, allí está llamada la Iglesia a ir para llevar la alegría del Evangelio. Un impulso misionero, por lo tanto, que después de estas décadas seguimos retomando con la misma fuerza y el mismo entusiasmo. El jubileo nos provoca esta apertura y nos obliga a no descuidar el espíritu surgido en el Vaticano II, el del samaritano, como recordó el beato Pablo VI en la Conclusión del concilio. Cruzar hoy la Puerta Santa nos compromete a hacer nuestra la misericordia del Buen Samaritano
».