La pandemia nos ha situado a todos en el lugar de la incertidumbre, ha cambiado el ritmo de la vida, ha modificado agendas, horarios, espacios y prioridades. Ha puesto al descubierto nuestra vulnerabilidad y nos ha conducido a reconocer el valor de la relación, del abrazo, del encuentro, de lo simple y vital en nuestra existencia.
También nos ha recordado que somos continuos aprendices, que nosotros, tan acostumbrados a ser maestros, tenemos una tendencia natural, vital, a ser discípulos.
Y esta certeza vital nos ha impulsado en algunas de nuestras comunidades a aprovechar este tiempo para aprender las unas de las otras. Mirarnos de manera nueva, reflexionar juntas, ahondar en las lecciones que surgen de la crisis y nos animan a ser mejores seres humanos.
Pero también, compartir los dones y por eso, unas a otras nos vamos enseñando desde cómo hacer panes rellenos, o hacer ejercicios de cuidado físico, hasta conducir, tocar algún instrumento, cuidar el jardín, aprender a bordar o familiarizarnos con mayor rigurosidad con las tecnologías. En tiempos de crisis, el arte de aprender nos reconecta a todas con lo fundamental.